sábado, 3 de julio de 2010

La operación Astra

Sugerir el espectáculo complaciente de los defectos del orden, se ha vuelto un medio paradójico y a la vez perentorio de glorificarlo. He aquí el esquema de esta nueva demostración: tomar el valor de orden que se quiere restaurar o impulsar, manifestar ampliamente sus pequeñeces, las injusticias que produce, las vejaciones que suscita, sumergirlo en su imperfección natural; después a último momento, salvarlo a pesar de o más bien con la pesada fatalidad de sus taras ¿Ejemplos? No faltan.
Tome un ejército; manifieste sin tapujos el militarismo de sus jefes, el carácter limitado, injusto, de su disciplina y sumerja en esa tiranía tonta a un ser medio, falible pero simpático, arquetipo del espectador. Luego, a último momento, dé vuelta el sombrero mágico y saque de él la imagen de un ejército triunfante, banderas al viento, adorable, al cual, aunque golpeado, sólo se puede ser fiel, como a la mujer de Sganarelle (
De aquí a la eternidad, Mientras haya hombres).
Tome otro ejército: muestre el fanatismo científico de sus ingenieros, su ceguera; señale todo lo que un rigor tan inhumano destruye: hombres, parejas. Luego saque su propia bandera, salve al ejército por el progreso, vincule la grandeza de uno al triunfo de otro (
Los Ciclones de Jules Roy). Finalmente, la iglesia: diga su fariseísmo de una manera ardiente, la estrechez de espíritu de sus beatos, indique que todo esto puede ser criminal, no oculte ninguna de las miserias de la fé. Y luego, in extremis, deje entender que la letra, por ingrata que sea, es una vía de salvación para sus propias víctimas y justifique el rigor moral por la santidad de aquellos a quienes abruma (Living Room de Graham Greene).
Es una suerte de homeopatía: se curan las dudas contra la iglesia, contra el ejército. Se inocula una enfermedad banal, para prevenir o curar una esencial. Rebelarse contra la inhumanidad de los valores del orden, se piensa, es una enfermedad común, natural, excusable; no hace falta enfrentarla, sino más bien exorcizarla como si fuera un caso de posesión. Se hace actuar al enfermo la representación de su mal, se lo conduce a conocer el rostro de su rebelión. Porque una vez distanciado, mirado, el orden sólo es mezcla maniquea y por lo tanto fatal; ganador en ambos tableros y por consiguiente benéfico. El mal inmanente de los defectos es recuperado por el bien trascendente de la religión, de la patria, de la iglesia, etc.
Un poco de mal "confesado" evita reconocer mucho mal oculto.
Podemos reencontrar en la publicidad un esquema novelesco que da cuenta cabal de esta nueva vacuna. Se trata de la publicidad
Astra (aclaración: no el coche, una famosa marca de margarinas, europea de los '50 aproximadamente). La historieta siempre comienza con un grito de indignación dirigido a la Margarina: "¿Un batido a la Margarina? ¡Ni pensarlo!" "¿Margarina? ¡Tu tío se pondrá furioso!" Y luego los ojos se abren, la conciencia se amolda, la margarina es un delicioso alimento, agradable, digestivo, económico, útil en cualquier circunstancia. Conocemos la moraleja: "¡Al fin se han liberado de un prejuicio que les costaba caro!". De la misma manera, el orden los libera de los prejuicios progresistas. El ejército ¿valor ideal? Ni pensarlo. Vean sus vejaciones, su militarismo, la ceguera siempre posible de sus jefes. La iglesia ¿infalible?, lamentablemente, es muy dudoso que lo sea. Vean sus beatos, sus sacerdotes sin poder, su conformismo criminal. Y luego el sentido común realiza el balance: ¿qué son las pequeñas escorias del orden al lado de sus ventajas? Bien vale el precio de una vacuna. ¿Qué importa, después de todo, que la Margarina sea pura grasa, si su rendimiento es superior al de la manteca?
¿Qué importa, después de todo, que el orden sea un poco brutal o un poco ciego, si nos permite vivir fácilmente? Al final, también nosotros nos encontramos libres de un prejuicio que nos costaba caro, demasiado caro, que nos costaba demasiados escrúpulos, demasiadas rebeliones, demasiados combates y demasiada soledad.


Extraído de Mitologías de Roland Barthes, 1957 Éditions du Seuil

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