Todo escritor dirá entonces: loco no puedo, sano ni me lo planteo, sólo soy siendo neurótico.
El texto que usted escribe debe demostrarme que me desea. Esa prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la ciencia de los gozos del lenguaje, su kamasutra (de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma).
El placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas —pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo.
El texto es un objeto fetiche y ese fetiche me desea. El texto me elige mediante toda una disposición de pantallas invisibles, de seleccionadas sutilezas: el vocabulario, las referencias, la legibilidad, etcétera; y perdido en medio del texto (no por detrás, como un deus ex-machina) está siempre el otro, el autor.
Como institución el autor está muerto: su persona civil, pasional, biográfica, ha desaparecido; desposeída, ya no ejerce sobre su obra la formidable paternidad cuyo relato se encargaban de establecer y renovar tanto la historia literaria como la enseñanza y la opinión. Pero en el texto, de algún modo, yo deseo al autor: tengo necesidad de su figura (que no es ni su representación ni su proyección), tanto como él tiene necesidad de la mía (salvo si sólo hay "cháchara").
ROLAND BARTHES. (Del libro El placer del texto y Lección inaugural.
Siglo XXI Editores, Madrid, 2007)
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