1. Busco signos, pero ¿de qué? ¿cuál es el objeto de mi lectura? ¿Es: soy amado (no lo soy ya, lo soy todavía)? ¿Es mi futuro lo que intento leer, descifrando en lo que está inscrito el anuncio de lo que me va a ocurrir, según un procedimiento que tendería a la vez a la paleografía y a la adivinación? ¿No es más bien, en resumidas cuentas, que quedo suspendido en esa pregunta, de la que pido al rostro del otro, incansablemente, la respuesta:cuánto valgo?
2. La potencia de lo imaginario es inmediata: no busco la Imagen, me llega bruscamente. De inmediato la examino en forma retrospectiva y me pongo a hacer alternar, interminablemente, el bueno y el mal signo: "¿Qué quieren decir esas palabras tan breves: tienes toda mi estima? ¿Es posible algo más frío? ¿Es un retorno perfecto a la vieja intimidad? ¿Es una manera cortés de salir al paso de una explicación desagradable?" Como el Octavio de Stendhal, no sé nunca lo que es normal; privado (lo sé) de toda razón, quiero refugiarme, para decidir acerca de una interpretación, en el sentido común; pero el sentido común no me suministra más que evidencias contradictorias: "¡Qué quieres, no es normal a pesar de todo salir en plena noche y regresar cuatro horas después!", "Es sin embargo muy normal dar una vuelta cuando se tiene insomnio", etc. A quien quiere la verdad no se le responde nunca más que por imágenes fuertes y vivas, pero que se hacen ambiguas, flotantes, en el momento en que se intenta transformarlas en signos: como en toda adivinación el consultante amoroso debe hacer él mismo su verdad.
3. Freud a su prometida: "Lo único que me hace sufrir es estar imposibilitado de probarte mi amor." Y Gide: "Todo en su comportamiento parecía decir: puesto que no me ama nada me importa. Ahora bien, yo la amaba todavía, e incluso nunca la había amado tanto; pero probárselo me era imposible, ahí estaba, sin duda, lo más terrible."
Los signos no son pruebas porque cualquiera puede producirlos falsos o ambiguos. De ahí es volverse, paradójicamente, sobre la omnipotencia del lenguaje: puesto que nada asegura el lenguaje, tendré al lenguaje por la única y última seguridad: no creeré ya en la interpretación. De mi otro recibiré toda palabra como signo de verdad: y cuando sea yo el que hable, no pondré en duda que recibe como verdadero lo que diga. De donde se deduce la importancia de las declaraciones; quiero permanentemente arrancar al otro la fórmula de su sentimiento y le digo incesantemente por mi parte que lo amo: nada es dejado a la sugestión, a la adivinación:para que una cosas sea sabida es necesario que sea dicha; pero también, desde que es dicha, muy provisionalmente, es verdad.
Extraído de "Fragmentos de un discurso amoroso", Roland Barthes.
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