jueves, 18 de septiembre de 2014

XLV

"-Él le repite que se quiere casar. Ella le contesta que lo quiere con toda el alma, y que no quiere irse más de esa casa, se siente tan bien ahí, y mira y las cortinas son de terciopelo oscuro para atajar la luz y para hacer entrar la luz ella va y las corre y detrás hay otro cortinado de encaje. Se ve entonces toda la decoración de fin de siglo. Ella pregunta quién eligió esas cosas tan lindas y me parece que él le cuenta que está ahí presente la madre, en todos esos adornos, que la madre era muy buena y la hubiese querido a Irena, como una hija. Irena se le acerca y le da un beso casi de adoración, como se besa a un santo, ¿no?, en la frente. Y le pide que nunca la deje, que ella quiere estar con él para siempre, que lo único que quiere es poder despertarse cada día para volver a verlo, siempre al lado de ella..., pero que para ser su esposa de verdad le pide que le dé un poco de tiempo, hasta que se le pasen todos los miedos...

-Vos te das cuenta lo que le pasa, ¿no?

-Que tiene miedo de volverse pantera.

-Bueno, yo creo que ella es frígida, que tiene miedo al hombre, o tiene una idea del sexo muy violenta, y por eso inventa cosas."


Fragmento extraído del libro "El beso de la mujer araña", de Manuel Puig.

jueves, 28 de agosto de 2014

La perfecta casada

Si usted se la encuentra por la calle, cruce rápidamente a la otra vereda y apriete el paso: es una mujer peligrosa. Tiene entre cuarenta y cinco y cincuenta años, una hija casada y un hijo que trabaja en San Nicolás; el marido es chapista. Se levanta muy temprano, barre la vereda, despide al marido, limpia, lava la ropa, hace las compras, cocina. Después de almorzar mira televisión, cose o teje, plancha dos veces por semana, y a la noche se acuesta tarde. Los sábados hace limpieza general y lava los vidrios y encera los pisos. Los domingos a la mañana lava la ropa que le trae el hijo, que se llama Néstor Eduardo, amasa fideos o ravioles, y a la tarde viene a visitarla la cuñada o va ella a la casa de la hija. Hace mucho que no va al cine pero lee “Radiolandia” y las noticias de policía del diario. Tiene los ojos oscuros y las manos ásperas y empieza a encanecer. Se resfría con frecuencia y guarda un álbum de fotografías en un cajón de la cómoda junto a un vestido de crepe negro con cuello y mangas de encaje.
Su madre no le pegaba nunca. Pero a los seis años le dio una paliza un día por dibujar una puerta con tizas de colores y le hizo borrar el dibujo con un trapo mojado. Ella mientras limpiaba pensó en las puertas, en todas las puertas, y decidió que eran muy estúpidas porque siempre abrían a los mismos lugares. Y la que limpiaba era precisamente la más estúpida de todas las puertas porque daba al dormitorio de los padres. Y abrió la puerta y entonces no daba al dormitorio de los padres sino al desierto de Gobi. No le sorprendió aunque ella no sabia que era el desierto de Gobi y ni siquiera le habían enseñado todavía en la escuela dónde queda Mongolia y nunca ni ella ni su madre ni su abuela habían oído hablar de Nan Shan ni de Khangai Nuru.
Dio unos pasos del otro lado de la puerta y se agachó y rascó el suelo amarillento y vio que no había nada ni nadie y el viento caliente le alborotó el pelo así que volvió a pasar por la puerta abierta, la cerro y siguió limpiando. Y cuando terminó la madre rezongó otro poco y le dijo que lavara el trapo y que llevara el escobillón para barrer esa arena y que se limpiara los zapatos. Ese día modificó su apresurada opinión sobre las puertas aunque no del todo, no por lo menos hasta no ver lo que pasaba.
Lo que fue pasando a lo largo de toda su vida y hasta hoy fue que de vez en cuando las puertas se comportaban en forma satisfactoria aunque en general seguían siendo estúpidas y abriéndose sobre corredores, cocinas, lavaderos, dormitorios y oficinas en el mejor de los casos. Pero dos meses después del desierto por ejemplo, la puerta que todos los días daba al baño se abrió sobre el taller de un señor de barba que tenía puestos un batón largo, zapatos puntiagudos y un gorro que le caía a un costado de la cabeza. El viejo estaba de espaldas sacando algo de un mueble alto con muchos cajoncitos detrás de una máquina de madera muy grande y muy rara con un volante y un tornillo gigante, en medio de un aire frío y un olor picante, y cuando se dio vuelta y la vio empezó a gritarle en un idioma que ella no entendía. Ella le sacó la lengua, salio por la puerta, la cerró, la volvió a abrir y entró al baño y se lavó las manos para ir a almorzar.
Otra vez, a la siesta, muchos años más tarde, abrió la puerta de su habitación y salió a un campo de batalla y se mojó las manos en la sangre de los heridos y de los muertos y arrancó del cuello de un cadáver una cruz que llevó colgando mucho tiempo bajo las blusas cerradas o los vestidos sin escote y que ahora esta guardada en una caja de lata bajo los camisones, con un broche, un par de aros y un reloj pulsera descompuesto que fueron de su suegra. Y así sin querer y por suerte estuvo en tres monasterios, en siete bibliotecas, en las montañas más altas del mundo, en ya no sabe cuántos teatros, en catedrales, en selvas, en frigoríficos, en sentinas y universidades y burdeles, en bosques y tiendas, en submarinos y hoteles y trincheras, en islas y fabricas, en palacios y en chozas y en torres y en el infierno.
No lleva la cuenta ni le importa: cualquier puerta puede llevar a cualquier parte y eso tiene el mismo valor que el espesor de la masa para los ravioles, que la muerte de su madre y que las encrucijadas de la vida que ve en televisión y lee en “Radiolandia”.
No hace mucho acompañó a la hija a lo del médico y mirando la puerta cerrada de un baño en el pasillo de la clínica se sonrió. No estaba segura porque nunca puede estar segura pero se levantó y fue al baño. Y sin embargo era un baño: por lo menos había un hombre desnudo metido en una bañadera llena de agua. Todo era muy grande, con techos muy altos y piso de mármol y colgaduras en las ventanas cerradas. El hombre parecía dormido en su bañadera blanca, corta y honda, y ella vio una navaja sobre una mesa de hierro que tenía las patas adornadas con hojas y flores de hierro y terminadas en garras de león, una navaja, un espejo, unas tenazas para rizar el pelo, toallas, una caja de talco y un cuenco con agua, y se acercó en puntas de pie, levantó la navaja, fue en puntas de pie hasta el hombre dormido en la bañadera y lo degolló. Tiró la navaja al suelo y se enjuagó las manos en el agua tibia de la bañadera. Se dio vuelta cuando salía al corredor de la clínica y alcanzó a ver a una muchacha que entraba por la otra puerta de aquel baño. La hija la miró:
-Qué rápido volviste.
-El inodoro no funcionaba –contestó.
Muy pocos días después degolló a otro hombre en una tienda azul de noche. Ese hombre y una mujer dormían apenas tapados con las mantas de una cama muy grande y muy baja y el viento castigaba la tienda e inclinaba las llamas de las lámparas de aceite. Más allá habría un campamento, soldados, animales, sudor, estiércol, órdenes y armas. Pero allí adentro había una espada junto a las ropas de cuero y metal y con ella cortó la cabeza del hombre barbudo y la mujer dormida se
movió y abrió los ojos cuando ella atravesaba la puerta y volvía al patio que acababa de baldear.
Los lunes y los jueves, cuando plancha por las tardes los cuellos de las camisas, piensa en los cuellos cortados y en la sangre y espera. Si es verano sale un rato a la vereda después de guardar la ropa hasta que llega el marido. Si es invierno se sienta en la cocina y teje. Pero no siempre encuentra hombres dormidos o cadáveres con los ojos abiertos. En una mañana de lluvia, cuando tenía veinte años, estuvo en una cárcel y se burló de los prisioneros encadenados; una noche cuando los chicos eran chicos y todos dormían en la casa, vio en una plaza a una mujer despeinada que miraba un revólver sin atreverse a sacarlo de la cartera abierta, caminó hasta ella, le puso el revólver en la mano y se quedó allí hasta que un auto estacionó en la esquina, hasta que la mujer vio al hombre de gris que se bajaba y buscaba las llaves en el bolsillo, hasta que la mujer apuntó y disparó; y otra noche mientras hacia los deberes de geografía de sexto grado fue a buscar los lápices de colores a su cuarto y estuvo junto a un hombre que lloraba en un balcón. El balcón estaba tan alto, tan alto sobre la calle, que tuvo ganas de empujarlo para oír el golpe allá abajo pero se acordó del mapa orográfico de América del Sur y estuvo a punto de volverse. De todos modos, como el hombre no la había visto, lo empujó y lo vio desaparecer y salió corriendo a colorear el mapa así que no oyó el golpe pero sí el grito. Y en un escenario vacío hizo una fogata bajo los cortinados de terciopelo, y en un motín levantó la tapa de un sótano, y en una casa, sentada en el piso de un escritorio, destrozó un manuscrito de dos mil páginas, y en el claro de una selva enterró las armas de los hombres que dormían y en un río alzo las compuertas de un dique.
La hija se llama Laura Inés y el hijo tiene una novia en San Nicolás y ha prometido traerla el domingo que viene para que ella y el marido la conozcan. Tiene que acordarse de pedirle a la cuñada la receta de la torta de naranjas y el viernes dan por televisión el primer capítulo de una novela nueva. Vuelve a pasar la plancha por
la delantera de la camisa y se acuerda del otro lado de las puertas siempre cuidadosamente cerradas de su casa, aquel otro lado en el que las cosas que pasan son, mucho menos abominables que las que se viven de este lado, como se comprenderá.


Angélica Gorodischer.

lunes, 25 de agosto de 2014

XLIV

"...la cara linda y alegre del muchacho en el recuerdo de la sirvientita y me digo yo: ¿Qué es lo que hace linda a una cara?, ¿por qué dan tantas ganas de acariciarla a, una cara linda?, ¿por qué me dan ganas de siempre tenerla cerca a una cara linda, de acariciarla, y de darle besos?, una cara linda tiene que tener una nariz chica, pero a veces las narices grandes también tienen gracia, y los ojos grandes, o que sean ojos chicos pero que sonríen, ojitos de bueno..."

Fragmento del libro El beso de la mujer araña, de Manuel Puig.

viernes, 11 de julio de 2014

XLIII

"-Sí, pero, ¿qué me dice de los bomberos?-Ah. -Beatty se inclinó hacia adelante entre la débil neblina producida por su pipa-. ¿Qué es más fácil de explicar y más lógico? Cómo las universidades producían más corredores, saltadores, boxeadores, aviadores y nadadores, en vez de profesores, críticos, sabios y creadores, la palabra "intelectual", claro está, se convirtió en el insulto que merecía ser. Siempre se teme a lo desconocido. Sin duda, te acordarás del muchacho de tu clase que era excepcionalmente "inteligente", que recitaba la mayoría de las lecciones y daba las respuestas, en tanto que los demás permanecían como muñecos de barro, y le detestaban. ¿Y no era ese muchacho inteligente al que escogían para pegar y atormentar después de las horas de clase? Desde luego que sí. Hemos de ser todos iguales. No todos nacimos libres e iguales, como dice la Constitución, sino todos hechos iguales. Cada hombre, la imagen de cualquier otro. Entonces, todos son felices, porque no pueden establecerse diferencias ni comparaciones desfavorables. ¡Ea! Un libro es un arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma. Domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo del hombre que leyese mucho? ¿Yo? No lo resistiría ni un minuto. Y así, cuando, por último, las casas fueron totalmente inmunizadas contra el fuego, en el Mundo entero (la otra noche tenías razón en tus conjeturas) ya no hubo necesidad de bomberos para el antiguo trabajo. Se les dio una nueva misión, como custodios de nuestra tranquilidad de espíritu, de nuestro pequeño, comprensible y justo temor de ser inferiores. Censores oficiales, jueces y ejecutores. Eso eres tú Montag. Y eso soy yo."



Fragmento extraído del libro Farenheit 451, de Ray Bradbury

jueves, 19 de junio de 2014

XLII

 "...Ya entonces había empezado a cuestionarme la calidad de las lecciones teóricas, de todas las lecciones teóricas, empezando por la primera, y me atormentaba la sospecha de que el amor y el sexo no podían coexistir como dos cosas completamente distintas, me convencí a mí misma de que el amor tenía que ser otra cosa. 
La mitad de mi vida, ni más ni menos que la mitad de mi vida, había girado exclusivamente en torno a Pablo. Nunca había amado a nadie más. 
Eso me asustaba. Mi limitación me asustaba. 
Me sentía como si todos mis movimientos, desde que saltaba de la cama cada mañana hasta que me zambullía en ella nuevamente por la noche, hubieran sido previamente concebidos por él. 
Eso me abrumaba. Su seguridad me abrumaba. 
Entonces me convencí de que jamás crecería mientras siguiera a su lado, y cumpliría treinta y cinco, y luego cuarenta, y luego cuarenta y cinco, cincuenta y cinco, y hasta sesenta y seis, la edad de mi madre, y no habría llegado a crecer nunca, sería una niña eternamente, pero no una hermosa niña de doce años, como cuando vivíamos en aquella casa falsa, enorme y vacía, en la que no transcurría el tiempo, sino un pobre monstruo de sesenta y seis años, sumido en la maldición de una infancia infinita. 
La autocompasión es una droga dura. 
Por eso me fui. Pero nunca había podido olvidar que antes, por lo menos, era feliz..."


Fragmento del libro "Las edades de Lulú", de Almudena Grandes.

domingo, 15 de junio de 2014

XLI

"...Él es la razón de mi vida, pensé. Era un pensamiento viejo ya, trillado, formulado cientos de veces en su ausencia, rechazado violentamente en los últimos tiempos, por pobre, por mezquino y por patético, existían tantas grandes causas en el Mundo, todavía, pero entonces, mientras me besaba y me mecía en sus brazos, era solamente la verdad, la verdad pura y simple, él era la única razón de mi vida..."

Fragmento del libro "Las edades de Lulú", de Almudena Grandes

viernes, 25 de abril de 2014

XL



"Entonces se volvió sobre sus pasos, bajó la cuesta, y atravesó el mundo. El mundo entero.
Llegó a su pueblo, cruzó la plaza, caminó hasta el árbol y le preguntó al hombre que estaba sentado a su sombra:
¿Qué hacés aquí, sentado bajo este árbol?
Y el hombre dijo con la voz quebrada:
Te espero.
Después él levantó la cabeza y ella vio que tenía los ojos de agua, la acarició y ella supo que tenía las manos de seda, la llevó a volar y ella supo que tenía también los pies de alas."


Fragmento del libro "Un árbol de lilas", de Maria Teresa Adruetto. 

miércoles, 15 de enero de 2014

Epitafio

Un pájaro vivía en mí.
Una flor viajaba en mi sangre.
Mi corazón era un violín.

Quise o no quise. Pero a veces
me quisieron. También a mí
me alegraban: La primavera,
las manos juntas, lo feliz.

¡Digo que el hombre debe serlo!

Aquí yace un pájaro.
Una flor.
Un violín.




Hasta siempre querido Juan.

martes, 14 de enero de 2014

XXXIX

"Never love a wild thing, Mr Bell.-Holly advised him- That was Doc's mistake. He was always lugging home wild things.. A hawk with a hurt wing. One time it was a full-grown bobcat with a broken leg.But you can’t give your heart to a wild thing: the more you do, the stronger they get. Until they’re strong enough to run into the woods. Or fly into a tree. Thene a taller tree. Then the sky. That’s how you’ll end up, Mr. Bell. If you let yourself love a wild thing. You’ll end up looking at the sky.”



Fragmento extraído del libro Breakfast at Tiffany's, de Truman Capote

domingo, 12 de enero de 2014

XXXVIII

"...For her, this was always a blisful time of day. She knew he didn't want to speak  much until the first drink was finished, and she, on her side, was content to sit quietly, enjoying his company after the long hours alone in the house. She loved to luxuriate in the presence of this man, and to feel -almost as a sunbather feels the sun- that warm male glow that came out of him to her when they were alone together. She loved him for the way he sat loosely in a chair, for the way he came in a door, or moved slowly across the roomwith long strides. She loved the intent, far look in his eyes when they rested on her, the funny shape of the mouth, and especially the way he remained silent about his tiredness, sitting still with himself until the whisky had taken some of it away..."



Fragmento extraído del cuento Lamb to slaughter, de Roald Dahl.