lunes, 8 de noviembre de 2010

Capítulo 68

Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso
y caían en hidromurias, en salvajes
ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él
procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un
grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara
al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se
espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo,
hasta quedar tendido como el trimalciato de
ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de
cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio,
porque en un momento dado ella se tordulaba los
hurgalios, consintiendo en que él aproximara
suavemente su orfelunios. Apenas se entreplumaban,
algo como un ulucordio los encrestoriaba, los
extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las
esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante
embocapluvia del orgumio, los esproemios del
merpasmo en una sobrehumítica agopausa.
¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía
balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se
vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un
profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en
carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.

Julio Cortázar, extraído del libro "Rayuela"

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