y estirpes y rangos
y se adelanta a ellos
hasta parecer que su pecho se vuelve azulado o constelado;
el que parece trocar todas las viejas heridas
en una flor de laurel,
vendrá a espantar los búhos para apresurar la llegada del alba
y a hacer danzar el mundo y el alma
amenazados de petrificarse.
Meditará desnudo y cantará desnudo.
Lo finito y lo infinito
serán de nuevo fundidos y acuñados en su verbo.
Levantará los sacramentos inútiles
y golpeará con el martillo del geólogo los viejos ídolos.
Una aceptación ancha como el amanecer
presidirá sus ademanes.
Donde vive el que sabe espantar con el mañique
los temores milenarios
como el caballo espanta las moscas con la cola;
el que dilata su corazón con lo venidero
como el caballo dilata sus narices con el galope,
donde vive el hombre más creador de espacio,
allí están los Santos Lugares de la tierra y el cielo.
La familia y la sacristía quieren ponerle grilletes de franela,
la patria quiere jubilarlo sobre un pedestal
(ellas las que inventaron la hoja de parra y el gendarme
y el apear el alma a las rodillas dobladas).
Pero su solo erguimiento inducirá a erguirse a los mejores
como el recién nacido esparce la felicidad por la casa.
Pasará a tras mano de las Casas Blancas o Rosadas,
donde bonzos de manos corvas
entretienen con extracto de carne y alma de hombre
las fauces del Estado;
de las centrales del Sebo, del Caucho, del Petroleo,
donde se transforma el sudor de los de abajo
en el agua de juvencia de la casta;
de las cavernas nocturnas de la gran prensa
donde nace un río de tinta, de cables y estridoresçque desvorda con las aguas servidas de la mentira.
Estará solo, guarecido en el corazón del pueblo.
Y noticias verdaderas traerá solo él,
el único capaz de hacer de opacas estatuas de carne
mujeres y hombres transparentes.
Los concesionarios seculares del hombre
le pondrán un collar de dientes y sollozos,
lo declararán iluso
y poseído del delirio de la persecución,
aunque su equilibrio será el de un par de alas en vuelo,
y en su pecho, nido de espinas y plumas,
se refugie ya la ternura del mundo por nacer.
El alba se anticipará en él como en las cimas o los gallos.
Denunciará los pechos sepultos bajo las losas de los crucifijos,
y el miedo de la ostra al oleaje y del murciélago a la aurora,
y el miedo del hombre al devenir
(escondido en su seno como el trigo en el surco),
del inquilino de las cavernas que hoy vive en rascacielos
y no viste ya la piel del león sino la piel del prójimo.
Paseará sus ocios de entrecasa por la tierra y el cielo
aprobando sus excesos magnos, sus miniaturas de idilio,
la babosa epilepsia de los volcanes que evita que la tierra explote,
la primavera que desata con dedos de seda los inviernos más rígidos,
el verano acezando en lenguas de amapolas,
la ingenuidad cristalina de los elefantes y los niños,
la infancia de la hierba que redime la vejez de las ruinas,
la noche apacible entre las apasionadas estrellas
y el latido inmortal de nuestra carne efímera.
Entreteniendo su hambre de futuro,
revisará la inacabable batalla cuesta arriba
de las transformaciones y los avatares.
Al hombre emergiendo de los pisos de la tierra,
trepando por las gradas de una zoología
y una historia monstruosas,
sobrenadando en el flujo y el reflujo
de todas las abominaciones y humillaciones.
El alma del testimoniador estará ebria
de los más poderosos anuncios.
Pensamientos envueltos en nubes, como dioses,
(los grandes pensamientos son los dioses sin plegaria ni incienso)
relampaguearán en su penumbra.
He aquí que el mapamundi mismo
se ha vuelto casero como plaza con niños.
Los barcos suben a la cima del océano
para deslizarse en tobogán al puerto de destino.
Los ribereños del Nilo pueden comer sus dátiles
pasados por el polo de las heladeras yanquis.
en sus bungalows de cristal
el esquimal y el oso blanco
gozan del ecuador cautivo en una estufa sueca.
Belén y Nueva York son meros barrios del mundo.
La sola mirada del veedor pondrá en evidencia
que la carne y el espíritu son vasos comunicantes y a nivel.
Y que los crustáceos devoran los ojos de los náufragos
por miedo a que vean la intimidad del fondo del mar.
Y que las castas, que aún enlutan la esperanza del hombre
como la carroña enluta de cuervos el día, mandan degollar la voz de los visionarios
para que no denuncien los secretos del fondo del pueblo.
(Ahí Cristo vivo y cierto
con sus manos clavadas en el Trabajo ya sabemos por quiénes.)
El veedor alzará entonces
los más náufragos sollozos de los miserables,
el sol de medianoche de sus fiebres,
sus vómitos atajados con los dedos,
su hambre capeada con alcohol, con prostitución, con crimen,
para lanzarlos a la faz de la filantropía de las castas,
Y no echará a los mercaderes del templo
porque se hallará ocupado en derribar el templo
construido con el oro de los mercaderes
y ya estará preñado de mujeres y de hombres futuros,
de ciudades sin campanas, sin prostíbulos, sin diplomáticos
sin dividendos, sin gendarmes.
Luis Franco
No hay comentarios:
Publicar un comentario