jueves, 30 de septiembre de 2010

El buque fantasma

Errabundeo. Aunque todo amor sea vivido como único y aunque el sujeto rechace la idea de repetirlo más tarde en otra parte, sorprende a veces en él una suerte de difusión del deseo amoroso; comprende entonces que está condenado a errar hasta la muerte, de amor en amor.

¿Cómo terminar un amor? -¿Cómo, entonces, termina? En suma, nadie -salvo los otros- sabe nunca nada de eso; una especie de inocencia oculta el fin de esta cosa concebida, afirmada, vivida según la eternidad. Sea lo que fuere del objeto amado, que desaparezca o pase a la región Amistad, de todas maneras no lo veo desvanecerse: el amor que ha terminado se aleja hacia otro mundo a la manera de un navío espacial que cese de parpadear: el ser amado resonaba como un clamor y helo aquí de golpe apagado (el otro no desaparece jamás cuándo y cómo se lo espera). Este fenómeno resulta de una limitación del discurso amoroso: no puedo yo mismo (sujeto enamorado) construir hasta el fin mi historia de amor: no soy poeta (el recitador) más que para el comienzo; el fin de esta historia, exactamente igual que mi propia muerte, pertenece a los otros: a ellos corresponde escribir la novela, relato exterior, mítico.

Actúo siempre -me obstino a actuar, por más que se me diga y sean cuales fueren mis propios desalientos-, como si el amor pudiera un día colmarme, como si el Soberano Bien fuera posible. De ahí esa curiosa dialéctica que hace suceder sin obstáculo el amor absoluto al amor absoluto, como si, a través del amor, accediera yo a otra lógica (donde el absoluto no estuviera obligado a ser único), a otro tiempo (de amor en amor, vivo instantes verticales), a otra música (ese sonido, sin memoria, separado de toda construcción, olvidado de lo que le precede y le sigue, ese sonido en sí mismo musical). Busco, comienzo, pruebo, voy más lejos, corro, pero nunca se dice que se muere sino solamente que renace (¿puedo, pues, renacer sin morir?).

Desde el momento que no soy colmado y sin embargo no me mato, el errabundeo amoroso es fatal. [...]

El errabundeo amoroso tiene, sí, aspectos cómicos: parece un ballet, más o menos rápido según la velocidad del sujeto infiel, pero es también una gran ópera. El Holandés maldito está condenado a errar por el mar mientras no haya encontrado a una mujer de una fidelidad eterna. Soy el Holandés Errante; no puedo parar de errar (de amar) en virtud de un viejo signo que me consagra, desde los tiempos remotos de mi infancia profunda, al dios Imaginario, afligiéndome con una compulsión de palabra que me lleva a decir “Te amo”, de escala en escala, hasta que otro recoja esta palabra y me la devuelva; pero nadie puede asumir la respuesta imposible (de una completez insostenible), y el errabundeo continúa.

A lo largo de una vida, todos los “fracasos” amorosos se parecen (y con razón: todos proceden de la misma falla). X... e Y... no han sabido (podido, querido) responder a mi “demanda”, adherir a mi “verdad”; no han cambiado un ápice su sistema; para mí, uno no hizo sino repetir al otro. Y sin embargo, X... e Y... son incomparables; es de su diferencia, modelo de una diferencia infinitamente renovada, de donde extraigo la energía para recomenzar. La “Mutabilidad Perpetua” (in inconstantia constans) de la cual estoy animado, lejos de comprimir a todos los que encuentro bajo un mismo tipo funcional (no responder a mi demanda), disloca con violencia su falsa comunidad: el errabundeo no alinea, seduce: lo que vuelve es el matiz. Voy así, hasta el final del tapiz, de un matiz a otro (el matiz es el último estado del color que no puede ser nombrado; el matiz es lo Intratable).

Roland Barthes, extraído del libro "Fragmentos de un discurso amoroso"

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