"...Ya entonces había empezado a cuestionarme la calidad de las lecciones teóricas, de todas las lecciones teóricas, empezando por la primera, y me atormentaba la sospecha de que el amor y el sexo no podían coexistir como dos cosas completamente distintas, me convencí a mí misma de que el amor tenía que ser otra cosa.
La mitad de mi vida, ni más ni menos que la mitad de mi vida, había girado exclusivamente en torno a Pablo. Nunca había amado a nadie más.
Eso me asustaba. Mi limitación me asustaba.
Me sentía como si todos mis movimientos, desde que saltaba de la cama cada mañana hasta que me zambullía en ella nuevamente por la noche, hubieran sido previamente concebidos por él.
Eso me abrumaba. Su seguridad me abrumaba.
Entonces me convencí de que jamás crecería mientras siguiera a su lado, y cumpliría treinta y cinco, y luego cuarenta, y luego cuarenta y cinco, cincuenta y cinco, y hasta sesenta y seis, la edad de mi madre, y no habría llegado a crecer nunca, sería una niña eternamente, pero no una hermosa niña de doce años, como cuando vivíamos en aquella casa falsa, enorme y vacía, en la que no transcurría el tiempo, sino un pobre monstruo de sesenta y seis años, sumido en la maldición de una infancia infinita.
La autocompasión es una droga dura.
Por eso me fui. Pero nunca había podido olvidar que antes, por lo menos, era feliz..."
Fragmento del libro "Las edades de Lulú", de Almudena Grandes.